¿Por qué escribo?
Normalmente la que se encargaba de llevar a mi hija a clase de prescolar era su madre; pero esa vez ella estaba hospitalizada y tuve que ir yo. Mi hija no me soltaba de la mano y me llevó por todos los rincones de la clase, del patio, e incluso me quiso meter en el baño de las niñas para enseñármelo. También me presentó a todas las “seños” por su nombre. Se sentía orgullosa de su padre.
Mientras estuvo en la escuela, todas las tardes me ponía con ella a hacer los deberes que traía de clase. Pero yo no tenía la paciencia suficiente para explicárselo con esos métodos que emplean ahora y terminábamos frustrados. Tengo que reconocer que me volví algo controlador. En cierta ocasión, estando al ordenador vi que mi hija estaba conectada. Entonces creyendo que perdía el tiempo, le mandé un mensaje. Cuál no sería mi sorpresa cuando conseguí entablar el primer diálogo productivo sobre sus estudios:
—¿Qué haces conectada?
—Estoy preguntándole a una amiga sobre un tema de clase.
—¿Sí, y de que va?—, pregunté incrédulo.
—Tengo que hablar sobre la Vía Láctea para un trabajo de conocimiento del medio.
Entonces le sugerí que lo relacionase con el mito griego sobre su origen y le envié un enlace donde se explicaba. Descubrí que a través de la escritura había conseguido conectar con mi hija. Imagino que la distancia, que propició este nuevo medio de comunicación, hizo que ella no me viera como una figura autoritaria.
A partir de ese día me di cuenta que para muchos asuntos soy más efectivo cuando me comunico por escrito que cara a cara. Haber roto el hielo en ese momento hizo que nuestra relación mejorase.
Ella ha ido quemando etapas; he pasado de ser el padre que todo lo puede y sabe, al viejito que está otra vez con sus manías; pero aún, a veces, cuando llega de clase, me cuenta sus inquietudes y preocupaciones; pero ahora es diferente, ahora soy yo el que está orgulloso de ella.