A la memoria de mi madre
Cuando digo que estas líneas están dedicadas a la memoria de mi madre, me estoy refiriendo a eso literalmente, a su capacidad de retener recuerdos del pasado. Desde pequeño me quedaba embobado escuchando sus historias, no solo por lo que contaba, sino como lo hacía. Una vez vimos juntos una película ambientada en la Inglaterra de Robín Hood o el Rey Arturo con sus justas y torneos. Esa tarde la vi disfrutando sin estar planchando o cosiendo. Al cabo de unos días se la oí contando a una de mis hermanas con detalles que yo no recordaba.
Ella y sus relatos fueron los responsables de mi posterior afición a la lectura. La recuerdo los domingos leyendo el devocionario, las historias sagradas de la enciclopedia Álvarez o los folletos apolillados de romances que tenía mi abuela.
Cuanto pasado el tiempo leí Cien años de soledad me trajo a la memoria las historias que me contaba ella de pequeño; especialmente estos tres fragmentos:
— Descubrieron que a Rebeca sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas.
—…y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín.
—…y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedio, la bella, empezaba a elevarse.
Cien años de soledad se escribió en 1967 y no me consta que mi madre leyese el libro.
A la memoria de mi madre - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez