Aceptación
El diez de noviembre de 1990 me levanté medio atontado. Cuando ya estaba orinando vi sobre la cisterna aquella especie de tubo de ensayo donde debía coger la muestra. Me pincé el pene con una mano y con la otra cogí el tubo y abrí el envoltorio con los dientes. Aún quedaba suficiente líquido para llenarlo. A la semana me llamó el médico de la empresa para darme la noticia. El doctor me explicó en qué consistía la enfermedad. Aunque estaba oyendo sus explicaciones sobre los posibles efectos que podía tener la diabetes sobre mi organismo: amputaciones, infartos, ceguera o diálisis, pero hasta que no mencionó la disfunción eréctil, no le presté atención. Le pedí que me explicase todo de nuevo, así como lo que debía hacer para evitar sus efectos adversos.
Se trataba de realizar un cambio radical en mis hábitos de vida: alimentación y ejercicios; pero el hábito más tóxico que debía evitar era el estrés. Salí del despacho preocupado, pero convencido de la necesidad de cambiar mi vida. Tan pronto llegué a casa empecé a cuestionarme todo lo que me había dicho. Pediría una segunda opinión, quizás todo fue un error del analista. Sea como fuera esa noche pensaba darme el último atracón. Me preparé una tarta de chocolate cubierta de smarties. Me comí la mitad y guardé el resto en la nevera. De madrugada me levanté hambriento y acabé con el resto. Al sonar el despertador fui al baño, estaba preocupado, por primera vez en mucho tiempo no tenía la acostumbrada erección matutina. Al mirarme al espejo vi que tenía la piel de todo el cuerpo cubierta de diferentes colores como prueba de mis excesos de la noche anterior. Ante esos presagios, superé de golpe todas las fases de aceptación de esta enfermedad crónica.