Ahorrándole el psicólogo a un desconocido
Cuando estudiaba en el instituto viajaba a Las Palmas una vez al año para presentar la solicitud de beca. En uno de esos desplazamientos, me senté al lado de un señor bajito y malhumorado. Inmediatamente empezó a hablar conmigo. Estaba cabreado con el mundo. Según me contó era de Galicia y llevaba años viviendo en El Valle de Agaete. Estaba separado de su mujer. Me contó toda su vida con pelos y señales, o eso creo. En realidad yo no podía seguirlo, en parte por su acento, y en parte porque hablaba muy rápido.
El hombre, a medida que hablaba, se fue relajando poco a poco. Yo realmente ya hacía tiempo que había dejado de seguir la conversación. Solamente me limitaba a asentir o negar. Si lo veía alegre, sonreía. Si se ponía enérgico yo asentía o negaba enérgicamente. Lo más difícil era saber cuándo debía asentir o negar.
Los minutos se me hicieron interminables. Ya no veía la hora en la que bajarme de la guagua. Cuando llegamos al hoyo, el señor parecía otro, relajado y sonriente. En cambio yo tenía la cabeza abombada y apunto de tener torticolis, por llevar el cuello torcido hacia aquel señor, que siempre estuvo pendiente de mantener contacto visual conmigo. Realmente fue un viaje agotador.
Por el contrario, había que ver lo agradecido y aliviado que se encontraba el gallego. Según me dijo, estaba muy agradecido de los buenos consejos que le había dado. Se despidió de mí con un efusivo saludo, dándome verbalmente sus datos, y recalcándome que en él siempre tendría un amigo para lo que hiciera falta.
Por supuesto, nunca me puse en contacto con él, ni recuerdo más detalles de los que he contado en estas líneas.
Tengo que reconocer que esta técnica la llegué a utilizar con mi suegro, y por lo que contaba debió funcionar. Él siempre apreció tener a alguien con quien conversar con ideas y aficiones tan parecidas a las suyas.
Ahorrándole el psicólogo a un desconocido - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez