Amores prematuros
Cuando teníamos apenas nueve años, salíamos los domingos a la plaza en pandilla con dos chicos mayores. Uno de ellos conoció a una muchacha y se vio en la necesidad de emparejar a sus acompañantes. En realidad mató dos pájaros de un tiro, al evitar romper nuestro grupo y el de las chicas.
Con la niña que me emparejaron alcancé a tontear un poco. Llegamos a ir al cine con ellas, aunque los únicos que se sentaban juntos en la sala eran los mayores. Ella era de mi edad y tenía el rostro achinado. La relación de los mayores no cuajó y las parejas ficticias se rompieron antes de empezar. Como ella estaba en el mismo colegio que yo, seguimos viéndonos. Apenas nos hablábamos pero nunca llegamos a dejarnos.
Una vez a la entrada del colegio, se me acercó una de sus primas, y me entregó un cartucho de papel de su parte. Yo, que estaba con mis compañeros de clase, lo cogí y miré dentro, inmediatamente lo cerré y se lo devolví. Todavía puedo ver su cara de decepción. Me había regalado el higo más grande que he visto en mi vida con todo su cariño. Y yo se lo devolví para evitar que se malinterpretara el regalo, conocedor de la picardía de mis compañeros.
En esa época los niños y las niñas estábamos en alas separadas y la salida al recreo era a diferente hora. Tuve que averiguar cuál era su clase. Para ello me apunté voluntario para ir clase por clase contando los niños que cada día asistían al comedor. Cuando lo averigüé, me pasé muchos recreos sentado al borde de un parterre del patio mirando hacia la ventana del aula. Ella se acercaba de vez en cuando.
Al cabo del tiempo nos vimos en la plaza y paseamos. Pero nos dimos cuenta que realmente no teníamos nada en común y sin más nos distanciamos.
Foto tomada alrededor de los años cincuenta del pasado siglo en “La Oficina”, a la entrada de “La calle larga”, donde se muestra un grupo de muchachos entre trece y quince años en la puesta de los primeros pantalones largos.