De discotecas
Cuando apenas habíamos cumplido los dieciocho decidimos que ya era hora de salir de discotecas. La Wilson en Las Palmas y la Bamba en playa del inglés son las que recuerdo. Realmente a la única a la que nos atrevimos a entrar fue a la segunda.
Allí estábamos como unos idiotas, rodeados de guiris bailando y algunas divorciadas sentadas en unos sillones alrededor de una mesa, calentando una interminable copa. Nosotros unos chicarrones del norte estábamos más fuera de lugar que un crucifijo en un aquelarre. La noche se me hizo interminable, mis amigos también fingían divertirse.
Avanzada la madrugada salió una chica nórdica a la que inmediatamente le aplicaron los focos, mientras los asistentes le abrieron hueco en la pista. Entonces empezó a ejecutar un baile muy sensual y a desprenderse de alguna ropa. Cuando solo le quedaba el top y el tanga se quitó la parte de arriba mientras que alguien le tiraba un albornoz, se lo puso y se perdió entre el público.
De vuelta a casa nos juramos que si nos preguntaban íbamos a decir que todos habíamos ligado. Era una cuestión de orgullo. No podíamos presentarnos ante los demás como unos “pringaos” que nos habíamos ido tan lejos para solo ver un par de pechos. Después de todo lo que habíamos oído que se ligaba en esos lugares, no era posible que nosotros fuéramos menos que los demás.
Peor fue en la primera salida, cuando fuimos a la zona del puerto en Las Palmas. Nos plantábamos delante de la puerta de la discoteca y nos quedábamos mirando. No sé qué estábamos esperando. ¿Una invitación del matón? Cuando íbamos a entrar se formó un revuelo en la entrada. Luego nos comentaron que habían apuñalado a un chico. Ante ese panorama resolvimos retirarnos discretamente.
Cuando llegó la discoteca al noroeste, para nosotros ya había pasado el tren o las ganas de subirnos a él.