Duro de mollera
Desde que no tengo pelos en la cabeza y que por el incipiente glaucoma tengo disminuido mi campo visual, no paro de darme golpes en ella. Ya sé que soy duro de mollera, pero lo que no aguanta es la piel que la cubre.
Quizás este es el único motivo por el que echo de menos el pelo. Por otra parte, todo lo demás son ventajas: Por las mañanas no pierdo el tiempo buscando el peine, no se me puede acusar de dejar la ducha llena de pelos, ni de gastar el champú. Para mi cambiar de peinado es tan fácil como cambiar de sombrero.
Tras haber recibido dos golpes donde aparentemente no había el menor peligro, siempre que visito una instalación me pongo el casco antes de salir del coche. Hasta tal punto ha llegado la situación que he tenido que usar gorra dentro de casa para amortiguar los golpes que me doy contra los bordes de los muebles de la cocina o contra cualquier ventana abierta. Una vez no calculé bien la distancia debajo de la escalera y me di contra la barandilla. Me levanté un trozo tan grueso de piel en todo lo alto, que parecía un chicharrón de corteza de cerdo con los pelillos y todo. Estuve yendo a trabajar con un cantoso apósito. Resultaba tan cómico que ninguno de mis compañeros podía aguantar la risa cuando se cruzaban y me preguntaban por el motivo de la compresa. A mí no se me ocurrió otra que seguirles la corriente y decirles que cuando abrí para cambiarme la pila de la memoria ram, había perdido la tapa.