Ecos de infancia
Como cada tarde de aquel verano, Carmelita seguía el ritual de vestirse de luto para salir a la calle; lo guardaba desde el asesinato de su hija. Dentro de casa se lo aliviaba un poco, no porque le pesara, sino porque el asma que padecía desde joven acentuaba sus efectos en los sofocantes atardeceres de la casa orientada al oeste.
Una vez restituido el riguroso negro, cogía la llave y salía a la calle, se dirigía al borde de la vereda, moviéndose lentamente con las piernas arqueadas por la artrosis de sus gastadas rodillas, que provocaban su penduleante caminar. Desde allí lanzaba un fuerte grito en dirección al barranco; llamaba a Luisa. A Carmelita no le gustaba que su nieta se pasase las tardes jugando con los machurrangos del barrio.
Después del grito Carmelita tenía que coger aliento, abanicándose con su negro delantal. Últimamente las crisis asmáticas se habían hecho más frecuentes, debido, o eso al menos decía su hija Milagros, a los disgustos que le daba Luisa.
Carmelita siempre fue una mujerona, de anchas caderas, parto fácil y recuperación rápida. Era capaz de cargarse un saco de papas de cincuenta kilos y subir ladera arriba por un camino de cabras más de quinientos metros. Pero los años no solo pasan factura, sino que las cobra todas antes de que te des cuenta.
Una vez recuperada, se preparó para lanzar un nuevo grito en segunda convocatoria, pero no fue necesario: Luisa había llegado como un rayo y se le había colgado al cuello. Mientras tanto, de su desdentada boca empezaba a brotar una enorme sonrisa.