El alma de todas las fiestas
Caminando entre las fincas de los alrededores vi un enjambre formándose en un tronco seco. Cuando regresé a casa lo comenté.
Al día siguiente volví a pasar por el mismo sitio y había desaparecido. Al encontrarme con mi padre observé que tenía un labio y un ojo hinchados. Era como un niño grande. Ni que decir tiene que nadie en casa supo la causa real de aquellas picaduras.
En otra ocasión el alcalde y veterinario de mi pueblo, tratando una vaca enferma le dijo:
—¿Podrías ayudarme a levantar a la vaca para ponerle una inyección?
Ni corto ni perezoso, se acercó a la vaca, le abrió la boca, le tiró de la lengua con todas sus fuerzas y el animal se alzó como accionado por un resorte.
Pasado el tiempo se volvieron a encontrar y el alcalde le preguntó:
—Cómo se te ocurrió esa forma de levantar a la vaca, —a lo que respondió—. Eso fue una fanfarronada porque estaba borracho, sino a santo de que iba yo arriesgarme a un mordisco de la vaca. Y es que sabía de lo que hablaba, una vez fue mordido por un burro en una mano y el dolor le duró varios días. Pero la más llamativa, fue la mordida que le asestó un cochino en sangre caliente durante la matanza, que le arrancó un trozo del dedo corazón, dejándole los tres apéndices: índice, corazón y anular del mismo tamaño.
Cuando empecé a gatear, mi padre se ponía en un extremo del patio para que me fuese gateando a su encuentro y lo celebraba echándose un pizco de la botella que tenía a sus pies. Pese a las advertencias de mi madre para que la quitase de allí, al final acabé rompiéndola; desde entonces comencé mi campaña particular antialcohólica.
En una ocasión que estaba algo “alegre” se encontró con el cura delante de un garaje abierto; entonces le dijo:
—¿No le parece bien este salón para poner una iglesia?—El cura le replicó.
—A ti lo que te vamos a poner es un bar en cada esquina.
Estas situaciones que pudieran parecer cómicas esconden algo más serio: el alcoholismo, del que muchas veces hacemos apología inconscientemente. Una de las aficiones que tenía mi padre era beber, digo afición para no decir adicción.
Una tarde que estaba en casa, la pandilla vino a buscarme. Al salir y ver las caras serias de los chicos supe que algo iba mal. El líder, después de dar un rodeo, me dijo que mi padre se había caído a las plataneras y que no se podía levantar. Entonces fui y lo traje a casa. A pesar de lo humillante de la situación, teniendo que desfilar delante de mis amigos mientras sostenía a duras penas aquel cuerpo tambaleante, nunca me avergoncé de él, pues siempre tuve claro que era una enfermedad; pero precisamente por ello, ni bebo, ni me siento cómodo con alguien ebrio a mi lado.
El alma de todas las fiestas - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez