El baúl
En el rincón más atiborrado y sucio del garaje estaba el baúl del tatarabuelo donde había guardado todos los recuerdos de sus viajes. Allí estaba abandonado desde que murieron mis abuelos.
Recuerdo que todas las tardes mi abuela mientras cosía, encendía la radio de válvulas que estaba sobre el baúl y escuchaba El Santo Rosario emitido por la desaparecida radio atlántico. Se empapaba hasta las letanías en latín: Mater …. Ora pro nobis. Mientras yo la mortificaba con mis chiquilladas.
Y por la noche, vuelta a empezar. Ella rezaba el grueso del Rosario y mi abuelo recitaba el padre nuestro al despertarse con el grito de la abuela, pues siempre se quedaba dormido al quinto o sexto Avemaría. Luego extendían un paño sobre el viejo baúl y rezaban a las ánimas.
Cada año, alrededor del día de difuntos, se colocaba un plato sobre el baúl, en el que se vertía un vaso de agua y luego se rellenaba hasta el borde con aceite que serviría de combustible para las velitas a los difuntos. Esas luces permanecían encendidas varios días dependiendo de las promesas que mi abuela debiera. Recuerdo que a mi me gustaba contemplar esos pequeños barquitos flotando sobre aquel mar en calma. Más de una vez recibí un cogotazo porque me pillaron sentado al pie del baúl en la oscuridad soplando los barquitos de corcho para que chocasen entre ellos como los cochitos que montaban en la fiesta de Santiago. Existía la creencia que esa luz era únicamente para que se alumbrasen las almas en pena y que nosotros no debíamos alumbrarnos con ella.
Pero lo que recuerdo más vivamente es a mi abuela llamándome mientras estaba cocinando y señalando hacia el baúl donde me guardaba algunos de sus manjares:
Las raspas de la leche del fondo del caldero. O las semillas que quitaba de los tomates antes de cocinar y que mezclaba con un poco de azúcar y gofio. Y mi favorito, un trozo de batata cruda que me dejaba cuando estaba preparando el potaje.
Esos recuerdos son el verdadero tesoro que encierra nuestro baúl.