El ecologista
Pronto el nuevo compañero manifestó su condición de ecologista militante. Una vez salió en televisión en representación del grupo al que pertenecía. Pensó que el programa tendría poca audiencia, pero se enteró toda la oficina. Recuerdo que hasta el subdirector le dijo que podía representar lo que quisiera, mientras no se manifestase contra la empresa delante de la sede.
Con él aprendí, entre otras cosas, a distinguir entre la palmera canaria y la datilera. Pero como siempre estaba haciendo campaña a favor del ahorro de energía o sobre la protección de alguna especie endémica en vías de extinción, aprovechábamos esos momentos para meternos con él. En una ocasión que trataba de concienciarnos sobre la importancia de proteger las crías de pardelas cenicientas, pues se deslumbraban con los faros de los coches y del alumbrado público, golpeándose contra las rocas en los acantilados. Entonces le dije en tono jocoso, sin medir las palabras y haciendo burla de un tema que para él era muy serio:
—Chico. ¿Nunca has pensado que un animal tan torpe, que no es capaz de adaptarse a algo tan inofensivo como las luces, debería extinguirse?
Me miró sin dar crédito a lo que estaba oyendo, noté la decepción en su rostro mientras el resto de los presentes irrumpía en carcajadas. Nunca me disculpé por esa broma de mal gusto, pero él no me lo tuvo en cuenta, años después me ayudó cuando estábamos presentando alegaciones en contra de la instalación de una planta asfáltica en mi barrio.