El fugitivo
Llevaba varios días deambulando por los alrededores. Encontró una casa cueva abandonada escavada en la toba volcánica. Entró por un pequeño postigo en la parte superior de la puerta que cedió al primer golpe con el puño cerrado. Ahora tenía un sitio donde pasar la noche. El lugar era algo húmedo, pero lo cobijaría del frío de la cumbre.
Cuando su vista se adaptó a la penumbra vio que la estancia estaba prácticamente vacía. Al fondo de la habitación había una alacena cavada en la pared. En uno de sus anaqueles había una polvorienta lata de galletas de jengibre. La cogió con ambas manos y la agitó esperando averiguar lo que había en su interior. No sonaba a galletas precisamente, eran como canicas pero más ligeras y con un sonido más hueco.
Con más esperanza que convicción abrió la caja buscando comida. Estaba llena de nueces y almendras, pero no tenía nada con que cascarlas. Siguió buscando y encontró, en la parte baja de la alacena, a ras de suelo, un par de zapatos morados de tacón, una garrafa y un cajón de madera cerrado con una pequeña aldaba. Al abrirlo encontró lo que buscaba, junto a otras herramientas había una llave de perro que usaría como cascanueces. Al no encontrar un martillo, usaría el tacón del zapato para picar las almendras.
Solo le faltaba un poco de agua, entonces recordó que en el fondo del barranco había visto, mientras subía por la ladera, un pequeño naciente. Esperaría a que cayese la noche para llenar aquella garrafa de cristal cubierta de mimbre, que antaño habría portado el preciado ron de caña. Si racionaba adecuadamente aquellas viandas podría aguantar una semana. Para cuando se le acabasen los guardias civiles ya habrían abandonado su búsqueda.
Cuando se produjo el alzamiento del dieciocho de julio, tuvo que abandonar a la familia, el trabajo y su dignidad. No podía creer que su propio primo lo hubiese denunciado.
Fugitivo - (c) - Rito Santiago Moreno Rodríguez