El huerto
Panchito tuvo que renunciar a parte de su huerto para que sus hijas construyeran sus casas. Pero mientras que este estuvo en explotación, recuerdo verlo sembrado de papas con sus flores blancas o malvas. Toda su familia se reunía para la sacada en perfecta coreografía: Los hombres delante picando la tierra para extraer las papas, y las mujeres con amplias faldas detrás para evitar miradas libidinosas, recogiéndolas y limpiándolas. Apartando las picadas para el consumo inmediato y las inservibles como rechazo. Con las buenas se llenaban los sacos. Los niños eran los únicos que se movían con total libertad entre todos. Una vez llenos los sacos se pesaban con la balanza romana y se transportaban hasta el lugar de almacenaje.
Recuerdo que en una de las últimas cosechas que dio el huerto, se me ocurrió pensar que las papas verdes rechazadas eran las mejores, ya que si las del ojo rosado eran buenas, las verdes ni te cuento. Y allá que me llevé un puñado a casa que mi madre me hizo tirar al estercolero.
Pero el huerto se convirtió en solar lleno de materiales de construcción y en un lugar de juegos para los chiquillos de la calle. Lo único que se mantuvo bastante tiempo fueron las tuneras que daban al callejón de acceso a la casa. Jugábamos al fútbol o en la tierra. Una vez se nos ocurrió buscar al diablo, para ello empezamos a socavar un agujero, pero cuanto más ahondábamos, más fría y húmeda estaba la tierra. Algo no encajaba, se suponía que si el infierno estaba abajo, cuanto más abajo más caliente debería estar. A pesar de las dudas seguimos excavando, pero lo único que conseguí fue hacerme un corte profundo con un trozo de vidrio enterrado.
Fotos: Jugando en el huerto.
El huerto - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez