El niño rico
Mi pueblo en el pasado siempre se caracterizó por no tener grandes caciques, aunque había diferencias de clases sociales, estas no eran tan acusadas como en otros municipios de la isla. Prueba de ello era que en la escuela pública y luego en el instituto llegué a compartir aula con los hijos de familias acomodadas. Concretamente con uno de ellos coincidí durante un curso en el colegio Fernando Guanarteme. El trato era cordial e incluso nos relacionábamos en el recreo y fuera de la escuela. Pero un día todo cambió, salimos juntos de clase y fuimos en dirección a la plaza de Santiago, pues yo tenía que ir a comprar a la farmacia y él vivía por los alrededores. Estábamos hablando animadamente calle Guaires arriba, pero cuando llegábamos al cine Unión empezó a ponerse nervioso y cuando estábamos frente a su casa me dijo entre dientes, con tono hostil:
—¡Piérdete!
—¿Qué?
—Mi padre no quiere verme con ustedes.
Como lo vi muy atemorizado, decidí obedecerle, aligeré el paso y seguí mi camino. Al terminar el curso el niño solitario abandonó nuestro colegio.
Cuando le comenté a mi madre lo que me había pasado, me contó la historia de aquella familia.
Al parecer desde joven le gustaba vivir por encima de sus posibilidades y medio había arruinado a sus padres. Por suerte consiguió enamorar a la hija de una familia adinerada, propietaria de un almacén empaquetador de plátanos.
A la pareja le gustaba ostentar, pilotaban sendos coches deportivos. En una de esas carreras por la carretera desde el pueblo a la playa de Sardina, el padre atropelló a mis dos primos a la bajada de la guagua. Contaba mi madre, que en el entierro, sabiéndose culpable, fue a hablar con mi tío para que se olvidase de todo a cambio de dinero. Mi tío, que hasta su muerte fue profundamente religioso, le perdonó sin aceptar nada a cambio.
Foto: Fachada del Fernando Guanarteme, mi colegio.