El placer de volar
Nunca me gustó viajar en avión, ese tubo antihigiénico donde vamos hacinados. Pero ahora con tantas medidas de seguridad se ha vuelto más humillante todavía.
Te hacen vaciar los bolsillos en una bandeja, quitarte el cinturón e incluso los zapatos. Si tienes mala suerte y pitas en el arco de seguridad, te hacen levantar los brazos para cachearte. A estas alturas ya da igual que se te caigan los pantalones. A veces me pregunto: ¿Qué será lo siguiente? ¿Una exploración rectal a cuatro patas?
Después de vestirte empiezas a buscar el panel donde te indiquen la puerta por la que sale tu vuelo. Tienes suerte si ya está asignada y reza para que no te la cambien a última hora. Como hoy es tu día de suerte, tu nave ha pillado un finger y solo tienes que atravesar un tubo que te lleva directamente a tu asiento. Pero como no sea así, tienes que coger una guagua en la que te llevan de pie zarandeándote por toda la pista, agarrándote al tubo con una mano y con la otra llevando el equipaje.
Será el dichoso Murphy, pero siempre ocurre lo mismo, si entras por una puerta y la guagua ya está casi llena, nadie hace el esfuerzo de abrirte hueco, así que quedas pegado a la puerta todo el trayecto. Piensas eso de que los últimos serán los primeros, y que tú estás bien situado para salir cuando abran las puertas; pero nada de eso, cuando para la dichosa guagua, se abre la puerta del otro lado. Normalmente el avión tiene dos puertas de entrada; pero entres por donde entres, el que va delante de ti tardará una eternidad en colocar su equipaje y sentarse.
Ahora te toca a ti y ya no hay hueco para colocar tu diminuta maleta. Gracias a que la azafata tiene “galones” para reorganizar el compartimento, consigue ubicarlo. Cuando te vas a sentar en tu asiento de clase turista —hay que ahorrar— te percatas de que el tuyo es el del centro. Y como somos animales territoriales, ya los pasajeros de ambos lados han marcado el suyo, tomando los reposabrazos. Solo queda resignarse y rezar para que el de delante no se le ocurra reclinar su asiento y clavarte la bandeja en el estómago con portátil incluido.
Al aterrizar, a todo el mundo se le ocurre levantarse antes de tiempo y empezar a bajar el equipaje con el avión en movimiento, a punto de abrir alguna cabeza con alguna sansonite.
La espera hasta que abren las puertas es agobiante: Los móviles sonando, los pasajeros de pie encorvados en sus asientos o agolpados en el pasillo. Todo por no esperar cómodamente sentados unos minutos más.
Al salir del avión entiendes por qué el papa besaba el suelo cada vez que llegaba a tierra.
Nuevamente a la dichosa guagua y a rezar para que no hayan perdido tu equipaje.