EL Riego Blanco de mi niñez
Hasta los años setenta había una acequia al final de la calle a la que llamábamos “El Riego Blanco”. Esta marcaba el límite de nuestra zona de juegos y solo podíamos traspasarlo en muy contadas ocasiones:
Cuando se acercaba el día de Reyes y limpiábamos el caminillo que trascurría desde allí hasta la carretera, para que pasasen sin dificultad los camellos con nuestros regalos. O cuando nuestras madres lavaban la ropa y nos tenían al alcance de sus miradas.
Ese era el único punto que el riego era acto para esos menesteres porque emergía a la altura adecuada. Desde que se construyó la pista de tierra, gran parte del recorrido de la acequia quedó soterrado.
Más de una vez llegué a echar un trozo de madera al principio de su recorrido y bajar la calle corriendo, sorteando los cagajones de la burra de Santiago, para ver si llegaba antes que él a la salida; pero nunca lo logré, en esa época no conocía las ventajas del trabajo en equipo.
Una vez lavada la ropa, mi madre la secaba al sol, extendida sobre las piedras de la escombrera.
Para ella el disponer de agua en la acequia era todo un lujo, pues contaba que tras la muerte de mi abuela, cuando ella solo tenía diez años, tuvo que dejar el colegio, pasando a ser una de sus principales actividades las de buscar agua al pilar. En esa época los pilares eran escasos y tenía que recorrer grandes distancias para traer el agua.
Luego se instaló la red de abasto público, llegaron las lavadoras, el riego por goteo y el asfalto, desapareciendo la acequia, solo queda la referencia toponímica para los vecinos más antiguos.
EL RIEGO BLANCO DE MI NIÑEZ - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez