El secreto del ermitaño
El cadáver de un hombre apareció flotando en la presa de Soria. Ese invierno los embalses del centro de la isla alcanzaron el nivel más alto de su historia. El empleado del Cabildo estaba realizando el preceptivo informe cuando lo vio; todo apuntaba a que se trataba del ermitaño que, según los vecinos, vivía en una de las cuevas que se encontraban dentro de la presa y que se inundaron la noche anterior. Los buzos de la guardia civil se sumergieron en el interior de la caverna, buscando algún dato más sobre el fallecido, encontrando docenas de manuscritos que por estar en alto, en una alacena escavada en la toba volcánica, no fueron alcanzados por el agua. Entre ellos había uno donde se contaba las memorias del difunto.
El sargento se sentó cómodamente y empezó a leerlo, intentando averiguar la identidad del ahogado o algún dato de utilidad; pero la labor no parecía fácil, así que se lo tomó con calma y empezó a ojearlo detenidamente. A medida que iba avanzando, se fue enganchando a la lectura, y tras cerrar el caso me relató la historia con todo detalle.
Facundo Jiménez, padre de la víctima, vivía con su joven esposa y su hija en una casa cueva situada en el centro de la isla.
Aquella noche, sucedió lo que todos veían venir, pero que nadie remedió. Ese día se atravesaron en su camino los celos y unas copas de más. Facundo, de carácter débil, era un hombre inseguro, blanco de las burlas de los vecinos que encontraba en su diario peregrinar por los diferentes bares y cantinas, que regaban el camino desde el lugar de trabajo hasta su casa.
Para cuando llegara, su hija estaría durmiendo y su mujer sentada en una silla de la cocina, dormitando con la cabeza sobre el poyo de frío cemento. Esperando como cada noche, con la cena preparada para su marido; sabía por experiencia que si no lo hacía, al llegar las despertaría para que se la recalentase, o simplemente aguantase su letanía de insultos, mientras ella intentaba volver a dormir a la pequeña. Allí, ante aquellos seres indefensos, Facundo descargaba todas sus frustraciones.
Pero de nada sirvió que se quedase en vela, con la esperanza de que la niña no se despertase con las voces de su padre. Estaba tan enajenado que pasó de largo, dirigiéndose a la cueva donde dormían, buscando a un hipotético amante. Ella brincó de la silla sobresaltada al oír el estruendo y a su hija llorando, había volcado la cuna con la niña dentro. Pero él no se percató y siguió buscando en el ropero, bajo la cama, y cuando llegó su mujer la apartó de un manotazo para mirar tras las cortinas. Al caer, se golpeó con el filo del comodín y aprisionó a su hija bajo su cuerpo.
Cuando Facundo se sentó al borde de la cama agotado por el esfuerzo, se dio cuenta de lo sucedido, su esposa estaba boca abajo sobre un charco de sangre. Entonces oyó el casi imperceptible llanto de la pequeña, apartó el cuerpo flácido de su mujer y acostó a la niña en la cama; la calló untándole la chupa en miel, abandonando la estancia.
A la mañana siguiente lo encontraron colgado en el almácigo al borde del camino, columpiado por el viento, como una baliza que indicaba a los más madrugadores, el punto donde se había producido la tragedia.
Luisa, que fue educada por su abuela materna, al llegar a la pubertad empezó a sentirse como un bicho raro, tenía un cuerpo masculinizado y aún no había tenido la menstruación. Su abuela la notaba triste y retraída. Pronto descubrieron que Luisa era realmente un chico, con todos los atributos sexuales, solo que no habían emergido. Se trataba de un defecto congénito que la cirugía podía corregir.
Tuvo que viajar fuera de la isla para la intervención; pero una vez operado, Luis no quiso volver. Mientras estudiaba administración y cálculo comercial, consiguió trabajo en la cafetería del hospital donde fue intervenido; al acabar los estudios empezó a trabajar en una compañía multinacional de seguros.
Solo visitó la isla al morir su abuela, pero evitó el contacto con sus amigas y primas. Su presencia le recordaba los tiempos en que observaba de reojo sus juveniles cuerpos, cuando se intercambiaban la ropa o se preparaban para salir los domingos al pueblo.
La abuela le había dejado en herencia su casa. Con ese dinero y con el complemento que le ofrecía la empresa por trasladarse a Canarias, donde estaban faltos de personal, hicieron que Luis volviese a la isla.
A pesar del tiempo que llevaba fuera, los recuerdos estaban muy presentes; pero al instalarse en un apartamento de Las Canteras, extrañamente fueron desapareciendo; era la misma isla y el mismo acento; pero la ciudad moderna, con avenidas y grandes edificios, era diferente al ambiente rural donde creció.
En esa playa conoció a Pino, una chica con la que enseguida conectó. Ella era del centro de la isla, lo que podría ser un contratiempo para Luis, si su relación seguía adelante; tendría que dejarse ver por el pueblo, donde seguramente algún pariente lejano lo reconocería y haría aflorar todo su pasado. Debía actuar con rapidez, tenía que pedirle el matrimonio y alejarla del pueblo antes de que fuera demasiado tarde. Pero cuando dijo en casa que solo se casarían por civil y no celebrarían la boda, empezaron las preguntas: ¿Quién era su familia? ¿Cómo habían muerto sus padres? ¿Y sobre todo, si Luis era de Las Palmas, por qué sus padres estaban enterrados en el cementerio del pueblo? Luis tuvo que construir un muro de mentiras que ella enamorada, creyó palabra por palabra.
Cuando se casaron vendieron el pequeño apartamento a la orilla del mar y se fueron a vivir en un chalet a las afueras. Mientras Luis trabajaba todo el día para hacer frente a la hipoteca, Pino estaba sola, sin familia ni amigas, y empezó a pensar en tener un hijo que llenara su vida; Luis se negó; pero tras su continua insistencia, se vio obligado a contarle toda la verdad. Le habló de la trágica muerte de sus padres, de su operación, le dijo que era estéril debido a que sus genitales no producían espermatozoides, porque estuvieron en el interior de su cuerpo demasiado tiempo. Pino permanecía en estado de shock mientras él hablaba.
Quizás hubiese aceptado casarse, si le hubiese contado lo de sus padres, e incluso lo de su cambio; Pero ahora era demasiado tarde, se sentía defraudada, se había esfumado su única ilusión, ser madre. Pino se derrumbó, cayendo en una profunda depresión; pero Luis seguía a su lado, más por el sentimiento de culpabilidad, que por el recuerdo del amor que con ella sintió por primera vez.
Ella permanecía sumida en sus propios pensamientos, hasta el punto que él notaba su reacción de rechazo y temor al verle en pijama, tratando de meterse bajo sus sábanas. Tras la incertidumbre inicial, Luis empezó a sentirse liberado; ya nada le ataba a ella. Entonces dio media vuelta y salió de la habitación acostándose en el sofá.
Esa noche apenas pudo dormir haciendo planes; vendería la casa, el coche, se desprendería de todo. Desde que su mujer perdió la cabeza, su casa estaba cerrada, vivían con sus suegros, durmiendo en la cama de soltera de Pino. Abriría una cuenta a nombre de sus suegros para que a Pino no le faltase de nada, y abandonaría aquella vida para dedicarse a escribir; eso y la lectura eran los únicos placeres que le quedaban. Volvería al lugar donde fue feliz y se sintió protegido en brazos de su madre. La cueva donde nació.
El secreto del ermitaño - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez