La gran mentira
Pino estaba sentada en el suelo con el teléfono entre las piernas extendidas. Después de pasarse el puño por la cara para secar las lágrimas, se dispuso a llamar a su madre para contarle cómo se había enterado del secreto que guardaba su marido, ya nada volvería a ser igual:
¡Mamá! Era la primera conversación seria que tenía con él desde que nos casamos y empezó siendo muy tensa; sin embargo yo quería relajarme porque sabía que últimamente lo estaba agobiando con el tema del embarazo, y aunque intentáramos eludirlo, tarde o temprano volvería a aflorar. Empecé empleando un tono tranquilizador. La cautela fue mi principal arma, pero tras varias copas, no pude más y fui a por todas.
Cuando estuvimos frente a frente me desprendí del vestido y quedé totalmente desnuda, retándole:
—¡Vamos, házmelo ya! ¡Prueba que quieres darme un hijo!
—¡Pino! ¡Lo que estás haciendo es inútil, déjame que te lo explique! —Repitió tartamudeando varias veces, sin atreverse a mirarme; yo, por mi parte, le seguía gritando con desprecio. Hasta que apretó las mandíbulas con rabia y zarandeándome dijo:
—¡Pino, es imposible, ya sabes que la …!
—¡Vamos, fóllame! —le volví a ordenar.
Terminó por obedecerme e hicimos el amor, me poseyó con fuerza, incluso con rabia, tanto lo deseaba que, tonta de mí, llegué a confundirlo con pasión, pero después de eyacular y notarme más tranquila me dijo:
«Escúchame con atención y por favor, no me interrumpas. No podemos tener hijos. ¡Soy estéril! Cuando nací mis órganos sexuales quedaron atrofiados en el interior de mi cuerpo; hasta los catorce años creí que era mujer, aunque mi cuerpo y mis sentimientos me decían lo contrario. Entonces me operaron para devolverme mi sexo, pero fue demasiado tarde, ya mis testículos no podrían producir espermatozoides. ¡Nunca podremos tener hijos, ¿lo entiendes?!»