La sirvienta
Carmelita siempre había trabajado por cuenta propia, salvo en aquellos días que su madre la apalabró para emplearla en casa de unos familiares adinerados, que habían dejado las medianías para vivir en un pago más cerca del pueblo.
Rosalía, como todo nuevo rico, pronto se acostumbró a dar órdenes. Desde el mismo momento que Carmen entró a su casa, quiso dejarle claro que allí las cosas eran diferentes y que nadie tenía por qué saber de su parentesco.
—Carmen, está empezando a llover. ¿Recogió usted la ropa y resguardó a los animales?
—Todavía no Rosaliita.
—Ya te he dicho que no me llames así. Dime doña Rosalía o simplemente señora. Y ahora, arrejunde a tus quehaceres.
—Sí, señora.
Como estaban en pleno invierno se desató una tormenta. Y como doña Rosalía tenía la visita de un pariente de su marido, lo invitó a quedarse hasta que pasase el temporal. Cuando vio que estaba la despensa vacía le ordenó:
—Ande Carmen, échese ese saco de arpillera por encima y acérquese a la tienda, que aunque está cerrada, dígale que tengo un convidado y necesito lo que le escribí en la lista para prepararle la cena a don Eugenio.
—Rosalía, por mí no se preocupe, no vaya usted hacer salir a la pobre muchacha con este temporal.
—No se preocupe por ella, que esta gente está acostumbrada a todo.
Carmen salió, pero no para la tienda. Se fue directamente a casa donde llegó tiritando y con fiebre. Desde aquel día tuvo claro que mientras ella tuviera fuerzas, aquellas tierras que veía por la ventana durante la convalecencia, no necesitarían de ningún hombre para trabajarlas, aunque tuviese que ararlas con sus propias manos.