La tienda de Mariquita Algodón
—Este “jodio” chiquillo es más pesado que un saco de martillos.
Esta era la queja de mi abuela cuando la mortificaba en sus largas tardes de costura. A pesar de ello, siempre me llevaba con ella cuando tenía que realizar alguna visita, porque yo no solía ser muy revoltoso en casa ajena. Pero la salida que más me gustaba era cuando se acercaba las fiestas del pueblo e íbamos de compras a la tienda de ropa de Mariquita Godoy. Yo la llamaba Mariquita Algodón, quizás la bauticé con este nombre porque asocié su apellido al género que vendía. Mi hija Coré ha heredado esa capacidad de relacionar palabras de la manera más disparatada. Recuerdo la vez que vino de clase diciendo:
—Papá, papá, ya sé cómo decir Buenos días en inglés, y hay un conejo de los dibujos animados que se llama igual.
Confundió "Good Morning" con "Bugs Bunny". En ese momento supe que no sólo iba a tener problemas con el inglés, sino que tampoco tendría buen oído para la música.
Pero volviendo a nuestra historia, era costumbre que para la fiesta del patrón estrenásemos ropa para lucirla en la función religiosa o paseando alrededor de la plaza.
Mariquita tenía la tienda en su casa y trabajaba a puerta cerrada. Llamábamos y teníamos que esperar a que la buena señora interrumpiese sus quehaceres antes de atendernos. Permanecíamos en el zaguán esperando a que abriese la tiendita y encendiese la luz. Al entrar nos inundaba el olor a ropa nueva. Aparte de las telas que almacenaba en rollos en las estanterías, Mariquita también vendía prendas confeccionadas: Medias, corbatas, ropa interior y alguna rebeca o pullover.
El ritual siempre era el mismo. Mi abuela miraba todos los rollos y tras sobar largo rato una tela, pedía que le mostrase la siguiente. La paciente dependienta permanecía de pie con las tijeras colgadas al cuello y apoyada en la regla de medir a modo de bastón esperando a que se decidiese por una con la que luego confeccionaba su traje.
Aunque mi abuela tenía crédito siempre pagaba al contado. Entonces Mariquita sacaba una caja de pañuelos de bolsillo y me regalaba uno. El crédito en estas tiendas eran heredados de madres a hijas, pero como Mariquita ya estaba jubilada, mi madre compraba de fiado en otro establecimiento del pueblo y pagaba cuando trabajaba en la zafra del tomate, o cosechaba los ajos que plantaba en las tierras del Corralete. La deuda se anotaba a lápiz en una página de la libreta de tapas duras, mil veces borrada y reescrita cada vez que se pagaba o se volvía a comprar.
Pero las cosas han cambiado. Llegaron la ropa hecha en serie, las tarjetas de créditos y las grandes superficies.