Llega la televisión
Llegó a Canarias el mismo año que yo nací. Pero nosotros no tuvimos una hasta casi una década más tarde.
El primer recuerdo que tengo de ella fue en casa de una hermana de mi vecina Adolfinita que vivía en Becerril. Mientras los mayores hablaban, me dejaron viendo la tele en una habitación llena de chiquillos sentados en penumbra. Según supe años más tarde, entre aquellos niños solía estar Tere y sus hermanos, ya que se trataba de la única tele del barrio.
Durante años la veía en casa de los vecinos. Donde más tiempo pasaba era en la de Isabelita y Juanito el Molinero. Siempre tuve mucha afinidad con esta familia, y muchas tardes las disfrutaba comiendo altramuces —chochos— y viendo la tele con ellos. Recuerdo cuando nació la más pequeña, y la madre le daba el pecho delante de toda la familia con toda naturalidad. A mí me daba algo de vergüenza, pero la curiosidad me podía y se me escapaba la mirada.
Con el tiempo Gloria y yo empezamos a tontear. Pero Isabelita, con buen criterio pienso ahora, cortó esta relación de raíz. Ella temía que empezásemos algo que no llegase a funcionar, estando como estábamos, condenados a vernos a diario.
Otra casa donde también veía mucho la tele, con el pretexto de entretener al nieto mayor, fue en la de Adolfinita y Juanito el guardián. Todavía recuerdo una tarde de domingo que la familia al completo iba a salir. No sabían cómo decirme que debía perderme la película que estaba viendo. Entonces se me acercó Isidro —el yerno— y me dijo, con su habitual desparpajo:
—Ritillo, no te preocupes, tenemos que salir, pero ahora apagamos la tele y cuando lleguemos vienes, la volvemos a encender y la película continuará por donde iba. —Entendí de inmediato que debía irme.
Posteriormente mis abuelos se compraron un televisor Philips en la tienda de Félix Moreno. Al principio me empapaba hasta la carta de ajuste de la primera y única cadena que había.