Los equilibristas
A la memoria de mi primo Julio.
Los paseos entre mi casa y la tienda de Francisquito Tovar o la de Pepito Ojeda eran frecuentes. Estos eran motivados por alguna necesidad detectada a última hora, antes de preparar el almuerzo.
En esta ocasión iba acompañado de mi primo Julio. Decidimos ir haciendo equilibrios por el borde de la acequia. Este riego llevaba tiempo rebosándose en un determinado punto donde la laja de piedra viva —piedra basáltica que se colocaban entre los cantos antes de unirlos con mortero— había quedado al descubierto por la erosión del agua desbordada.
Al llegar a ese punto resbalé y caí. Me hice un tajo por la cara interna de la muñeca con la laja afilada. Julio, un niño de ocho años, únicamente se preocupaba de los veinte duros que nos habían dado para comprar, y corría riego abajo buscándolos. Y yo, aún más pequeño, solo pensaba en el flamante reloj de pulsera regalo de mi tío, el relojero de San Isidro.
Una vez comprobado que ni el dinero ni el reloj habían sufrido daños, decidimos que mi primo iría a comprar mientras que yo volvía a casa para que mis hermanas me curasen.
Como apenas me dolía, no fui consciente de la gravedad de la herida hasta que no me encontré solo, y vi su profundidad y la cantidad de sangre que brotaba de la misma. Inmediatamente empecé a emitir un sonoro llanto a modo de sirena para alertar a las vecinas.
Ya en casa me cortaron la hemorragia y me hicieron una cura de urgencias.
Al mediodía, al llegar mi madre del trabajo apenas comió y me llevó a la consulta del practicante. Según nos explicó, el tiempo transcurrido desde que se produjo el corte hasta que acudimos a consulta era mucho, y si realizaba la sutura aumentaba el riesgo de infección. Me aplicó unas grapas, un vendaje, y a correr.
Al cicatrizar me quedó un grueso “cordón de soldadura” a modo de herida de guerra. Años más tarde la utilicé para tratar de impresionar a una chica, pero esa es otra historia.