Por fin voy a la escuela
No recuerdo que mi primer día de clase fuera especialmente traumático. Me llevó una de mis hermanas y sin más se despidió en la puerta de la clase. Los problemas vinieron más tarde, cuando tuve que convivir con los demás.
Me sentaron al lado de un alumno algo reservado. Cuando cogí un poco de confianza con él, le hice la típica broma que yo recibía de los mayores. Le pincé la nariz entre los dedos y tirando suavemente le enseñé el pulgar fingiendo que era la nariz. Entonces le dije:
—¡Mira! ¡Te quité la nariz!
Me miró aterrorizado y se lanzó sobre mí clavándome las uñas en la trompa tirando con todas sus fuerzas. A partir de ese momento entendí que no podía tratar a todos con tanta familiaridad y que tendría que ir con más cuidado.
Como la clase de párvulos estaba masificada, la maestra apenas podía dedicarnos tiempo. Una vez que estaba algo ligero de vientre, me acerqué a la señora para pedirle permiso y salir al baño. Pero para cuando se percató de mi presencia y me dejó ir, yo había “salido de cuentas y estaba a punto de romper aguas”. Para colmo, cuando llegué al servicio, todos los compartimentos estaban ocupados, así que me apuntalé en una esquina y relajé los esfínteres.
Como la cálida erupción de mi estómago se mantuvo dentro del pantalón, no me atreví a moverme. Al cabo de un buen rato sonó la campana del recreo. Uno de los niños mayores, al verme de pie y arrinconado junto a la puerta de los baños, fue a llamar a mi hermana. Ella pidió permiso y me acompañó a casa.
Al día siguiente, me di cuenta que la maestra ni siquiera se había percatado de mi ausencia. Ahí aprendí mi segunda lección. Así que a partir de ese momento, siempre ha sido más fácil para mí pedir perdón a posteriori si me pillan, que esperar por el permiso y cagarla.
Foto: Con el uniforme de párvulos.
Por fin voy a la escuela - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez