Recordando ausencias
A la muerte de mi madre, revisando el trastero, encontré una caja repleta de objetos de mi infancia que se habían quedado en la casa donde nací y que alguna de mis hermanas había guardado cuidadosamente. Entre ellos encontré una foto de familia en el patio lleno de flores que mi abuela cuidaba con esmero, de aquel lugar guardo los primeros recuerdos de mi infancia.
Mis tíos estaban confeccionando una cruz de madera que acompañaría al féretro de mi hermana muerta al nacer.
Años más tarde, recordando ese momento en familia mi madre me confesó que cuando supo que estaba embarazada para mí, su séptimo hijo, no sabía cómo comunicárselo a mi padre. Este al saberlo le dijo que eso era lo que él deseaba, un retoño para la vejez. Ante esta respuesta, que ahora se me antoja irresponsable, tengo que reconocer, que me ayudó durante los momentos difíciles de mi infancia a mantener mi autoestima y seguridad. Me sentía un hijo querido.
Fruto de aquel recuerdo y el de mi abuela llorando en aquel patio al enterarse de la muerte de su esposo, me inspiraron estas líneas:
—¿Mamá? ¿Por qué llora abuelita?
—Porque el abuelo murió.
—¿Tan solo por eso?
¿Morir no era ir a un mundo mejor?
Esa misma semana otra mano me despertó, me dejó con mis tíos en silencio. Fabricaban una cruz de madera atando las tiras con una cuerda.
—¿Por qué no usan clavos?
—Jesús fue clavado, y por eso los clavos son malos.
Trajeron una cajita blanca acolchada, pero por más que insistí, no me dejaron jugar con ella.
Al poco tiempo mi hermana partió,
con su pequeña caja blanca,
la cruz de madera,
y su diminuto cuerpo de desconocido aspecto.
Aquella noche, al llegar a casa, decidimos tener a nuestra segunda hija. Un año más tarde nacía Sara.