Siete pasajeros en un panda
En el último año de carrera decidí sacarme el carnet de conducir; era un requisito indispensable en todas las ofertas de trabajo publicadas en el periódico. Cuando lo obtuve, recuperé todo el dinero que tenía prestado, y con un adelanto que me hizo mi madre, pagué al contado un panda de paquete.
Mi padre, dispuesto a rentabilizar la inversión, empezó a pedirme que lo llevase a tal o cual sitio, y yo siempre le obedecía sin rechistar. Esa tarde me pidió que lo acompañara a las medianías, donde tenía apalabrada la compra de unas machorras. Cuando llegamos al paraje, se subieron al panda tres señores mayores, el dueño de las cabras y dos fulanos más que no tendrían nada mejor que hacer esa tarde. Me iban indicando el tortuoso camino a la gañanía. Una vez que llegamos al final de la carretera, esperé en el coche mientras ellos subían por una vereda.
Al cabo de un cuarto de hora aparecieron con dos ejemplares, uno de ellos era un macho joven, lo supe por el tufillo que desprendía. Así que acomodamos a los animales en el maletero y emprendimos el camino de regreso. Con el zarandeo de la pista de tierra, una de las cabras evacuó aguas menores; pero solo me percaté de ello horas más tarde.
Tras dejar a los ganaderos y descargar las cabras, me di una ducha y fui a reunirme con mi novia. Durante el camino de ida tenía la sensación que el olor a macho cabrío iba en aumento.
Al subir ella al coche, no pudo reprimir arrugar la nariz. Esa tarde la pasamos limpiando el coche de pelos de cabra y del líquido pegajoso, nos gastamos una botella de colonia. A partir de ese día se acabaron los safaris.
Siete pasajeros en un panda - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez