Su único amor
Jorge e Irene se conocieron el día de su primera comunión, se lanzaban alternativas miraditas desde los bancos vecinos. Continuaron viéndose todos los domingos en misa de once. Al salir de la iglesia él compraba una barra de regaliz, que compartía con ella tras partir en dos el caramelo correoso como el cuero.
Con el tiempo se sentaban en un banco de la plaza donde tuvieran a la vista el reloj de la iglesia, pues ella tenía que volver a casa a las doce. Cada uno mordisqueaba la barra por un extremo hasta que rosaban sus labios. Pero esa mañana no, entre sus bocas se posó una mosca dragón.
Han pasado los años y hoy Jorge, desde el más alto rascacielos del húmedo Londres, le está pidiendo matrimonio, regalándole un curioso brazalete que rememora aquel soleado día en que interrumpieron su promesa.