Un niño modelo
Cuando estaba enfermo mis hermanas me abrigaban bien y me sentaban en la acera mientras las niñas jugaban saltando a la soga o al elástico. A mí no me importaba porque no me sentía con fuerzas para ir a jugar con los chicos, y como era un pícaro, prefería despertar el instinto maternal de las amigas de mis hermanas.
Recuerdo otra vez que estando en la azotea con todos los juguetes desperdigados por el suelo, los recogí, pero de una forma peculiar. Destapé un bajante y los metí dentro, una tribu india completa perseguida por la caballería y la muñeca de mi hermana descuartizada. Volví a ponerle la tapa al bajante olvidándome del asunto. Pasado unos meses llegaron las lluvias y se inundó la azotea, llegando a filtrarse el agua por las paredes. Todavía recuerdo a mi hermano con una vara de hierro tratando de desatascarlo.
En otra ocasión, me encapriché de un molinillo manual de café. Como mi hermana me lo puso en alto, sobre el armario locero de la cocina, me subí a una silla tratando de alcanzarlo y me colgué de los barrotes entre los que se colocaban los platos. Pero perdí el equilibrio. En ese momento llegaba mi madre del trabajo, cuando me vio llorando y sangrando, me envolvió en una manta, me tomó en brazos y me llevó corriendo al médico. Con la caída me había perforado el labio inferior con los dientes. La sangre y la saliva salían por el orificio. El aspecto que debía tener debió asustarla mucho.
Para rematarlo me detectaron pies planos, me prescribieron botas y plantillas ortopédicas. A partir de ese momento empecé a ser el terror de mi hermana Lina, ya que en la primera discusión que tuve con ella, le arreé dos patadas en sendas canillas y le hice escurrir la sangre piernas abajo.
Ya un poco más crecidito, estaba constantemente mezclando productos químicos: añil con lejía, espíritu de sal con amoniaco y no sé cuántas mezclas más.
Hasta una vez les eché agua oxigenada a los peces para que respirasen mejor. La idea parecía buena, pero el agua oxigenada no era agua con más oxígeno, sino otro compuesto, el peróxido de hidrógeno. Los peces se murieron todos. Al preguntarme mi madre por esos experimentos, pues ni me preocupaba de ocultar las pruebas del “delito”, le decía que era tal o cual trabajo de clase.
En uno de esos experimentos se me derramó un poco de espíritu de sal o agua fuerte en el baño, al tratar de secarlo con la bata de guata de mi hermana, la fibra sintética de esta reaccionó con el ácido clorhídrico y comenzó a desprender un humo blanco irritante, al tiempo que la fibra empezó a consumirse. Cuando la reacción terminó, coloqué la bata en el armario con la botella tumbada encima. Mi hermana, al ver el estropicio imaginó que era ella la causante del accidente y quedó ahí la cosa.
Pero la vez que estuve más cerca de ser castigado, fue cuando cogí un bote de kánfort para los zapatos y me puse a escribir mi nombre por las paredes. Ese día, estuvo a punto de coger la zapatilla, pero solo me arrestó en casa ayudándo al pintor a reparar los desperfectos.
Estas travesuras fueron dilatadas en el tiempo. Pero contadas todas juntas me pueden retratar como un niño malo, pero en realidad era muy bueno. Las apariencias engañan.