Al tercer año se hizo la luz
Cuando yo tenía tres años mis abuelos decidieron instalar la luz eléctrica en casa. Recuerdo a los electricistas moviéndose por toda la casa clavando los cables por las esquinas. Razón tendría el presidente de mi empresa años más tarde al decir, que la electricidad llega a cualquier rincón de nuestros hogares donde no llega la escoba. Por suerte mi madre y mis hermanas se habían empleado a fondo, y tenían la casa como los chorros del oro.
Lo que más me llamaba la atención es verlos como con el formón abrían una ranura para pasar el cable por la base de madera, sobre la que instalaban el enchufe o el interruptor según el caso. Uno de los trabajadores me dio media docena de esas bases redondas para que jugase con ellas. Lo cierto es que se parecían a los galletones de limón Tamarán, pero no eran comestibles.
Los interruptores de esta época ya no eran de los que tenías que darle un pellizcón para que encendieran. Estos eran de palanca que se accionaban verticalmente arriba y abajo para cambiar de estado.
Por otra parte, en la calle solo había unas siete u ocho farolas en todo su recorrido. Una de ellas estaba justo en el frontis de mi casa. Al llegar la noche, todos los niños nos reuníamos como mosquitos bajo la luz a jugar a pompa, a piola o al escondite. Eso era cuando no teníamos balón o algún vecino se quejaba de los pelotazos. Todavía recuerdo a la pobre Sinforianita levantarse enferma y pedirnos que dejáramos de jugar. Nos íbamos a otro lugar durante un rato y volvíamos, entonces salía uno de nuestros padres y nos llamaban a casa con algún pretexto.
Cuando se fundía el bombillo de la farola, pasaban meses hasta que el ayuntamiento mandase a alguien a sustituirlo, por lo que Antoñito Reyes se ofrecía a cambiarlo. Entonces desde la azotea de mi casa extendíamos horizontalmente una escalera, y él se desplazaba como un felino hasta el extremo, mientras que nosotros lo sujetábamos y le acercábamos las herramientas y el repuesto.
Recuerdo una vez que nos dio por usar como canasta de baloncesto un pequeño postigo que estaba en el frontis de mi casa. Este daba al dormitorio de mis padres y al cuarto o quinto pelotazo salió él en calzoncillos; al verlo nos dispersamos en fracción de segundos.
Por cierto, los calzoncillos se los hacía mi madre con tela de los sacos de azúcar de caña que venían de cuba. Al principio raspaban un poco, pero luego se volvían suaves, o eso decía mi padre que odiaba los comprados hechos; “los súper” como él los llamaba.
En esa época hacíamos una fiesta de cualquier acontecimiento.
Y al tercer año se hizo la luz - © - Rito Santiago Moreno Rodríguez